domingo, abril 03, 2016

regreso a casa


Nunca he escrito creyendo hacerlo, nunca he amado creyendo amar, nunca he hecho nada salvo escapar delante de la puerta cerrada.

Marguerite Duras
La vecina, el no tan vecino un poco parlanchín, el ciudadano francés, el gringo que no habla español y el paseador de perros. Velas encendidas en la plaza del barrio.

algo del pecado y su símbolo (Stella Díaz Varín)

Si he mancillado el árbol en su efigie
y bebo del licor de la amapola en su cráneo de mieles,
si he hundido mi violento meditar inaudito.
En el cielo de brumas que me cubre las sienes,
si el huerto se estremece de mi propio cadáver,
si el fuego me circunda
si he bebido el veneno de mi celeste arteria,
¿qué podría ofrecerte?
Después me fui contigo junto al Apocalipsis,
se trastocó de hieles mi copa rebosante,
y después el andar, y el andar después
la muerte con su muerte.


Amor, no repitas la plegaria 
del árbol
ni me digas amante

primeroysegundo


Despierto de golpe. El sonido del despertador, que emula la alarma de los bomberos cuando reciben un llamado de emergencia, interrumpe un sueño extraño. Me ducho rápido, preparo un café que se quema, me pongo los menjunjes cotidianos encima y pienso en una película de David Lynch que me suscitó el sueño.

“No hay banda, no hay orquesta”, declama el Club Silencia en Mulholland Drive.

Parto al trabajo y sigo dándome vueltas en los detalles del sueño. Le escribo a A. y se lo cuento también a F. Quiero volver a la cama para saber cómo termina.
Celebro mi cumpleaños y mis amigos/as me visitan en casa de mi mamá. Es una casa repleta de detalles, es una casa sorda, donde se hace imposible ver sólo una cosa. Está llena de conjuntos y cada rincón es un microcosmos, sin propio orden o desorden. Del techo caen colgantes, algunos de vidrio que reflejan prismas de colores en las murallas y el piso (pienso que el mundo físico tiene muchas más de tres dimensiones). En el borde de una ventana, una colección de pequeños ventiladores antiguos descansan. Desde el lavaplatos, generaciones antiguas/rebeldes/distinguidas/guapas generaciones de personas que sustentan mi árbol familiar, observan todo a su alrededor (pienso están vivos/están vivas).

Mi madre es una coleccionista, eso es verdad. Su colección favorita se la llevó el terremoto del 2010, o el “27F” como le dicen en la tele. Las botellas sobre el piso de madera sureña fueron nuestro Chernobyl esa noche. Sin embargo, estaría exagerando si comparara esta casa onírica con la real casa. Sí estoy segura de que le gustaría. Quizás esta tarde le llame para describirle el lugar que encontré, para compartirlo con ella.

Los invitados a mi cumpleaños, entre los que estaban amigos, compañeros de trabajo y el vecino lindo del 204 al que siempre miro, en un silencio ritual se mueven por el lugar observando cada detalle. Hace frío, no hay música ni conversación. En rigor, no parece una fiesta. En mis manos sostengo una caja de cartón llena de sándwiches preparados en pan de molde que, como anfitriona, ofrezco a mis invitados poniendo la caja sobre una mesa redonda de vidrio pequeña. Me rodean brazos y manos ansiosas (pienso que mis invitados tenían más que n*2 brazos/manos) que al introducirse en la caja desparraman las migas del pan, pedazos de pan voladores, suspendidos en el aire como esporas de aliados jamón-queso. Gente bocabierta a brincos intentando comer.    

De pronto el lugar se abre a una suerte de terraza de cemento. Un patio helado y sombreado, que desciende como un ágora a través de escalones anchos. En cuanto comienzo a recorrerla veo a mis invitados instalados, tiesos como estatuas en distintos puntos del patio. Una de ellas me interpela, retoma una conversación que nunca comenzó pero que yo sé continuar de igual modo. Soy una actriz y conozco el libreto de la obra de la que soy también espectadora. Bomberos. Despierto.

La casa, que es el lugar acogedor, el lugar familiar e íntimo donde habitan los ancestros y sus objetos es también un lugar inhóspito. Un lugar en que se construye una cosmicidad propia y no siempre tan cómoda. El habitar en ella está siempre sometido a la dialéctica de no querer habitarla para renunciar a sus códigos, sabiendo que el hacerlo resulta inherente.

Una noche en el retiro de la montaña, una estructura frágil de aluminio y cubierta de polyester se transforma en mi refugio, mi casa. No necesito más. Duermo profundo. Sueño.

El mundo es gris, sin escalas de colores y no hay más que matices entre el blanco y el negro.  Camino rápido por el pavimento (gris), cada vez más rápido, comienzo a trotar, luego a correr. Nadie me sigue, nada me angustia. Sólo corro. Sonrío. Me tropiezo y entro en un bosque tupido de vegetación baja, helechos y pastizales floridos. Como no veo colores especulo, creo que las flores son amarillas, como las del protector de pantalla por defecto de Windows. Tampoco escucho, he perdido ese sentido mientras penetro el bosque (pienso que alguien me apagó el switch del volumen desde fuera del sueño, quizás en la montaña sea que no podemos tener todos los sentidos optimizados, de otra forma no toleraríamos tanta majestuosidad), y me pregunto si es que algún día volveré a ver colores y volveré a escuchar. Creo que podría acostumbrarme. Camino por los pastizales y me encuentro con el Palomo –del amor/desamor- (segundo semestre, año del pico), está guapo, pero nervioso. Es alto, muy alto, tanto como lo recordaba y a su lado me siento particularmente pequeña. Me da un beso en la mejilla, me mira profundo con sus ojos claros y me toma de un hombro, creo que el derecho. Suavemente va empujándome. Me desplaza y dejo de verlo. Despierto.

Al Palomo –del amor - le mandé un mail hace tres años, después de –creer- haberlo visto paseando un perro beige por el barrio. Era otoño, día domingo y yo salí a buscar los pitos a la camioneta del dealer que estaba estacionada en la esquina. Entonces fumaba y le escribí un correo:

Francisco, 

Sería algo así como las 10.30 de la noche de ayer, mientras conversaba con un amigo en su auto detenido a pocos metros de mi casa, cuando apareció un ser largo y de apariencia familiar paseando tiernamente a un perro. Lo ví, y no sé si serías tú, una representación holográmica de energías detenidas en el tiempo, un síntoma de mi esquizofrenia por diagnósticar, todo lo anterior u otra cosa nada que ver; pero lo importante es que me hizo recordarte -y con tremendo cariño-.
Me gustaría saber cómo estás, y si la vida te hace feliz.
Abrazos, 

Paulina.

El Palomo –del desamor- nunca respondió y me dolió. He pensado en él durante todo el día, en él y el olor de sus chalecos. Seguro que así olerían las flores amarillas del wallpaper. Obvio.

Al volver a la ciudad, en medio del retorno masivo de humanos postsemanasanta, y justo antes de escribir estos absurdos, Facebook me informa del matrimonio del Palomo. Fotos: traje/vestidoblanco, vals, ramo. Evidente.